El otro día, un amigo gay seropositivo lamentaba las dificultades por las que en estos tiempos de pandemia pasan muchos miembros del colectivo LGTBI para forjar lazos de afecto y solidaridad más allá de los circuitos médicos y de los grupos de apoyo entre iguales. Todo se complica cuando las autoridades sanitarias declaran que la mejor manera de prevenir el contagio del coronavirus es evitar el contacto físico estrecho y mantener la distancia interpersonal. En este contexto, me contaba sus dificultades personales para romper el silencio, encontrar espacios emocionales seguros y personas con las que poder hablar sin sentirse juzgado. A la experiencia de discriminación tradicionalmente relacionada con la homosexualidad y el VIH, se unía ahora la experiencia cotidiana de confinamiento emocional. Tristemente, el de mi amigo no es un caso excepcional. Antes del coronavirus, la pandemia de soledad ya afectaba de manera notable al colectivo. Como revela un estudio reciente de Tatiana Casado e Isabel Nadal sobre el riesgo de suicidio en jóvenes LGTBI de Mallorca, seis de cada diez entrevistados (61,7%) menores de 25 años ha pensado alguna vez en suicidarse.
Aunque la pandemia lo ha agravado, el enfriamiento de la intimidad masculina no es nuevo. Desde siempre, el heteropatriarcado nos ha educado para poner en práctica la «pedagogía de la crueldad» que de modo brillante ha identificado Rita Segato. Independientemente de nuestros privilegios raciales, de clase y sexualidad, los hombres hemos aprendido que la masculinidad debe repeler todo lo que se considera vulnerable y femenino; que a los hombres solo nos está permitido expresar en público determinados sentimientos y emociones (y no precisamente los que tienen que ver con la empatía, el cariño o el afecto, sino los relacionados con el poder, la ira, los celos o la competencia); que la hombría se mide por nuestra capacidad reproductiva y sexual, de la cual la primacía del pene (cuanto más grande, mejor) es un hecho incontestable. Hemos privilegiado una masculinidad fría y agresiva; una masculinidad «tarada», como la califica Justo Fernández, cuya tara la lleva a ejercer violencia contra las vidas que no encajan en sus esquemas, como las vidas de mujeres de toda condición; las vidas de las personas no blancas, consideradas racialmente inferiores; las vidas de las personas con discapacidad, que el mercado de trabajo capitalista rechaza por improductivas y no competitivas; las vidas de las personas precarizadas sin poder de consumo; las vidas de las personas trans que no se reconocen en el binarismo hombre-mujer; las vidas de los cuerpos seropositivos estigmatizados, etc.
Las marcas de esta masculinidad patriarcal están muy presentes en los actuales códigos y rituales de fraternidad masculina. Salen a relucir, por ejemplo, cuando se guarda silencio sobre prácticas machistas u homófobas compartidas entre amigos; cuando los actos de violación se tipifican jurídicamente como un delito de abuso y no de agresión sexual; cuando hay un clima de tolerancia respecto a comentarios, chistes y otras expresiones de naturaleza sexista; cuando determinados medios de comunicación colaboran en las campañas propagandísticas antifeministas sobre la llamada «ideología de género» alentadas por la extrema derecha y la derecha más rancia.
Urge contrarrestar las formas patriarcales de intimidad y complicidad masculina. Ello implica sustituir la pedagogía de la crueldad predominante por una pedagogía inédita de la ternura. Los hombres necesitamos educarnos mejor en el afecto, el apoyo emocional, el cuidado y la empatía. Necesitamos educarnos menos en la fraternidad y más en la «fraternura». La fraternidad que da alas al machismo, a la homofobia y a otras formas de opresión no es en absoluto fraterna. Son prejuicios y discriminaciones disfrazados de fraternidad.
La fraternidad fue uno de los grandes principios de la Revolución francesa, aunque no son pocas las voces que han criticado el carácter excluyente de este ideal. Precursoras del feminismo occidental como Mary Wollstonecraft denunciaron el sesgo patriarcal de la ciudadanía moderna. Incluso entre las facciones más revolucionarias, como los jacobinos de Robespierre, no se dudó en guillotinar a mujeres incómodas y reivindicativas como Olympe de Gouges. No es extraño, en este sentido, que la palabra sororidad, que expresa la hermandad y solidaridad entre mujeres, haya entrado con fuerza en el léxico feminista.
La fraternura de la que hablo es una invitación a abrir las venas de la sensibilidad masculina, tomando prestada la bella metáfora de Eduardo Galeano. Abrirlas no para ver cómo brota la sangre, sino para renovarla. En otras palabras, es una invitación a volar libres de temores y miedos hacia nuevas rutas afectivas. Como dice Toni Morrison: «Si quieres volar, tienes que soltar la mierda que te agobia». Mucha de esa mierda interiorizada acaba traduciéndose en sensibilidades atrofiadas incapaces de reconocer errores, de desnudar miedos y compartir fragilidades.
El problema es el que heteropatriarcado ha hecho muy bien su trabajo. Eso ha llevado a considerar la ternura un atributo propio de lo femenino y de lo emocional, haciéndonos creer que la masculinidad y la ternura se repelen mutuamente. La ternura no tiene nada que ver con lo ñoño, lo cursi y lo sentimentaloide. Como afirma Luis Carlos Restrepo, se trata de una forma de convivencia humana que se opone a la «lógica arrasadora de la guerra» y al discurso «aniquilador de la diferencia». Remite a una experiencia vinculada a la piel, a la sensibilidad corporal, pero también a una forma de relacionarse desde el afecto, la cercanía y el cuidado. Por eso la ternura es un principio ético y político antipatriarcal.
No corren buenos tiempos para la ternura en una época de emociones congeladas en la que un solo abrazo puede poner en riesgo la salud. Ahora bien, una vez que las recomendaciones de evitar el contacto estrecho y mantener la distancia física pierdan su vigencia, ¿qué nos espera? ¿Una convivencia en la que la democratización de la ternura será una pauta habitual o tal vez un día a día con un contacto aparentemente renovado pero que seguirá basándose en la misma pedagogía de la crueldad? Estamos poco acostumbrados a la ternura. Apenas disponemos de espacios públicos acogedores donde expresarla. La política electoral se libra en términos de enfrentamiento y estrategia; la universidad, tradicionalmente, ha excluido la ternura a favor de un saber supuestamente neutral desprovisto de emociones; el mercado inculca que solo los más competitivos triunfan; las redes sociales muestran que las personas exitosas son las que más fama acumulan, a menudo de manera egocéntrica y vanidosa. Quizá la cuestión de fondo no sea si los hombres (y las personas en general) podemos permitirnos la ternura en momentos de urgencia, sino si nos la hemos permitido alguna vez.
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